Desde muy joven valoré en la biblioteca de mí padre el Curso de Filosofía Elemental del presbítero Jaime Balmes, que en su prólogo refería otra obra suya El Criterio, que en el Capítulo XI, III, Regla 6ª. observaba algunas reglas para el estudio de la historia, indicando, que “antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador”, atreviéndose a decir, que esta regla, por lo “común tan descuidada, es de las que deben ocupar el lugar más distinguido”.
Para Balmes, no se puede saber qué medios tuvo el “historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que debemos formar de su veracidad, si no sabemos quién era, cuál fue su conducta, y demás circunstancias de su vida”.
Habría que ver el lugar en que escribió el historiador, las formas políticas de su patria, el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos acontecimientos, y la particular posición del escritor, que según Balmes es “la clave para explicar sus afirmaciones sobre lo que narra, su silencio o reserva sobre determinados hechos”, y porqué podría ser tan prodigo en favores para un personaje histórico que haya sido cuestionado en cuanto a su integridad y moralidad.
Los retos perennes del pasado convocan a narrar la historia en cuanto a su realidad, porque el pasado en palabras de Jean Chesneaux, es producto y tejido fundamental de la memoria colectiva, así, cuando el historiador o aspirante a periodista rinde cuentas debe hacerlo dejando de lado el apasionamiento, la defensa a ultranza de lo indefendible, y tratar de hacer una reconstrucción del pasado confiable.