En días pasados fueron reportados los resultados de un estudio preparado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en colaboración con la OCDE y el PNUD, titulado “¿Cómo les va a los migrantes en América Latina y el Caribe?». https://acento.com.do/economia/latinoamerica-ofrece-a-los-inmigrantes-mas-trabajo-que-a-los-nativos-pero-mas-informal-9226829.html
Los reportes publicados por la prensa daban cuenta de que los extranjeros tienen más probabilidades de tener un trabajo que los nativos, aunque menos formales y de peor calidad. Al ver tales afirmaciones se me ocurrió pensar ¿y dónde está lo nuevo? Porque así ha sido siempre. Además, siempre ha ocurrido que las corrientes migratorias tienen lugar principalmente entre los más osados, los más fuertes, los más jóvenes; en resumen, los más económicamente activos.
Posteriormente, al revisar el informe me encontré que sí hay algo nuevo, y es que en varios países de AL no ocurre igual, sino que, en promedio, los inmigrantes tienen, no solo mayor nivel educativo, sino también más empleo en los estratos altos y menor prevalencia de la pobreza que la población local.
Eso es un caso especial, pues desde que los procesos migratorios tienen su origen principalmente por motivos de empleo, salarios y seguridad ciudadana, las personas suelen migrar hacia las sociedades de mayor riqueza y bienestar, por lo cual, al llegar se encuentran en franca desventaja frente a los que ya estaban.
Es así con los haitianos que vienen a nuestro país, y es así con los dominicanos que van a Estados Unidos y Europa. E incluso con la emigración hacia Canadá, país que aplica políticas selectivas dirigidas a succionar jóvenes de comprobada educación, talento y productividad desde los países subdesarrollados, cuando estos llegan allá tampoco van a alcanzar los mismos niveles de vida que los nativos.
En nuestra región, contrario a lo que se espera -que la formación laboral, tanto a nivel profesional como técnico, constituya un freno a la emigración- la capacitación constituye un incentivo para la emigración en procura de obtención de mejores salarios en el exterior.
Por lo general, en aquellos casos en que los migrantes no estén en desventaja en términos de calificación profesional, sí lo están en capital social, en el sentido de integración al nuevo entorno, ambiente de confianza, conocimiento del medio, padrinazgo y relaciones humanas, factores claves para acceder a los mejores puestos. Y mucho más cuando en el mundo existe un creciente sentimiento antiinmigrante, en que se conjugan racismo, xenofobia, aporofobia y miedo al diferente; y que gradualmente el término migrante se haya venido asociando a procedente de sociedades más pobres, lo que actualmente genera anticuerpos, despierta sentimientos de rechazo en algunos grupos y divisiones a lo interno de las sociedades de acogida.
Habitualmente los grupos de inmigrantes tienden a formar guetos, concentrar sus vínculos sociales con otros de igual situación, y mucho menos integrados al resto de la sociedad de acogida. Pero lo que no pueden es darse el lujo de estar sin empleo, pues para eso fue que emigraron, para trabajar y generar ingresos; con tal de conseguirlo rápido, aceptan empleos de peor calidad que los nativos, lo cual constituye para ellos, de todas formas, un progreso respecto a lo que dejaron atrás.
En las sociedades de salida, se generan sentimientos encontrados: por un lado, de dolor de ver a muchos abandonar el terruño porque en él no encontraban oportunidades para una vida digna, además de división familiar y del entorno comunitario; por otro lado, de júbilo, puesto que los migrantes representan fuentes de remesas, turismo de retorno, inversión extranjera (en viviendas) y civilización.
Los inmigrantes representan el 2.2 % de la población en América Latina, cifra muy inferior al promedio de la OCDE, que asciende a 14.1 %. Claro está, hay países como Costa Rica, Chile, Panamá y la propia RD, en que ese porcentaje se eleva bastante. En nuestro país rondaba el 5.6 % según la ENI-2017, aunque, incluyendo los nacidos aquí descendientes de inmigrantes, llegaba a 8.3 % de la población.
El informe actual destaca la gran cantidad de nicaragüenses en Costa Rica, de venezolanos en Colombia, Perú y Chile, y de haitianos en la República Dominicana. De acuerdo con el informe, los extranjeros tienen más contratos temporales y trabajan más horas que los nativos y también es más probable que estén sobrecalificados para llevar a cabo un trabajo (27 %) que los nativos (19 %). Lo que extraña en América Latina (solo algunos países) es que la presencia de personas con niveles educativos bajos es mucho menor en la población inmigrante (33 %) que en la nativa (44 %), una diferencia fundamental con respecto a los países de la OCDE.
En la República Dominicana, en 2017, entre los inmigrantes procedentes de Haití, los menores de 15 años constituyen el 7.2 %, mientras que los de 65 años en adelante son solo un 2.7 por ciento; por tanto, más del 90 % está entre los 15 y los 65 años, lo que explica que su tasa de participación laboral es de 77 por ciento, más que en cualquier otro grupo demográfico. Después de los 65 años la tendencia es que regresen a su país, señal de que permanecen en nuestro país básicamente durante su vida laboral. Esto puede haber cambiado en los últimos años por la falta de gobierno en Haití, a la espera de los resultados de la próxima ENI.
El informe del BID apunta que la diferencia entre las condiciones de vida de los inmigrantes y los nativos es menos marcada en América Latina y el Caribe que en países desarrollados. La explicación de este fenómeno parece ser la fuerte emigración de venezolanos de la última década, país que, con anterioridad, no era más pobre que el resto, y cuyos habitantes, al ingresar a otros países de la región, no están en desventaja respecto a los nativos, ni en lo educativo, ni en el idioma, ni en el aspecto étnico.